jueves, 24 de julio de 2008

Alcatraces azules y gatos embotellados *

Tlaquepaque: una señora vende en la acera alcatraces azules, rojos, rosados, naranjas, amarillos. La veo de reojo porque no suelo comprar productos de migajón o papel maché. Sin embargo hay algo que me atrae de la estampa: la señora también vende algo que parece ser un montón de bulbos.
Al acercarme a ella me entero de que los alcatraces que exhibe son naturales (valga decir: orgánicos). “No están pintados –me explica mi acompañante–, nacieron y se desarrollaron con los colores que estás viendo, y así se marchitarán. Los bulbos que ves sirven para reproducirlos tal cual, en technicolor.”
Lo primero que se me vino a la cabeza fue acordarme de Des Esseintes, el personaje de la novela A rebours, de J.-K. Huysmans, que se hubiera fascinado con el producto: gustaba de las flores artificiales que parecieran naturales, así como de las vivas que pasaran por hechizas. Después pensé en Diego Rivera: de haber conocido estos pervertidos alcatraces, ¿hubiera conseguido en su paleta el color adecuado para reproducirlos?
En fin: compré tres bulbos de futuras flores cromáticas sólo para comprobar empíricamente lo que me había adelantado mi maestro de agricultura: los resultados de la manipulación genética de las plantas ya están sobre las aceras de Tlaquepaque. (El día que planté los bulbos, leí en un periódico que lo mismo está sucediendo con los girasoles, que se presentan ahora con seis nuevas tonalidades, como si se tratara de productos de belleza que lanzan al mercado sus líneas de otoño. Claveles Óscar de la Renta, gardenias Chanel, rosas Paloma Picasso.)
Menos decorativos, el maíz y el frijol, por decir algo, son también víctimas de esta alquimia biotecnológica: se hace uso de su información genética para “programar” semillas más “útiles”, o sea: resistentes, por ejemplo, a las sequías, el exceso de agua o las plagas. Algo más: con un supuesto fin ecológico, los granos transgénicos que se venden son fértiles, aunque sus frutos sean yermos. Esto asegura que no se propaguen geométricamente los cultivos, al tiempo que quienes “fabrican” las semillas sean sus dueños. Como si las semillas (la cebada, el trigo) pudieran ser patentes. Quien quiera maíz celeste, que le cueste.
No hace mucho corrió a velocidad e-mail la noticia de que un japonés había logrado envasar a un gato vivo, o sea: hacer una simpática mascota bonsai. Las ONGs, las sociedades protectoras de animales y los grupos pro-defensa de los envases de vidrio manifestaron su inconformidad y mandaron cartas a la ONU, el Vaticano y el Tribunal de La Haya para protestar por tamaña crueldad. El mensaje, a través del correo electrónico, se tradujo al chino, el turco y el otomí, y viajó de Tokyo a Bucarest y de Bombay a Sahuayo.
Aunque evidentemente se trataba de una broma bien armada, cyberdirigida a hacer blanco en la moral de todos aquellos que se relacionan con el mundo a través de una @, la idea del felino bonsai no suena tan descabellada, a la mitad del camino entre lo posible, lo verosímil y lo rentable. Si se puede clonar una oveja (y un ser humano), si se puede modificar la estructura genética de un simple alcatraz para que parezca como pintado por Andy Warhol y no por Diego Rivera, si se puede “crear” un árbol que dé limones del tamaño de una toronja o naranjas del calibre de una uva, ¿por qué no va a ser viable ya no digamos un gato, sino un león, una guacamaya o un manatí embotellados, a los que podamos alimentar como si se tratara de un tomagotchi?
Mis alcatraces nipones-tlaquepaquenses, aclimatados ya a Cuernavaca, tienen casi cincuenta centímetros de altura. Falta poco para que den sus flores azules, rojas y amarillas. Claro: a menos que la vendedora de Tlaquepaque me haya hecho una jugada y resulte que planté bulbos que terminen dando sandías, pulparindos o espléndidos colibríes.






* Publicado en enero de 2002 en Tecnología empresarial.

No hay comentarios: